Eugenia Calvo

Título: Piezas escritas para los objetos de una casa
Autor: Julia Villaro
Lugar y Fecha: Revista Ñ, Buenos AIres, 20 de enero de 2018

Muestra. La artista rosarina Eugenia Calvo expone en Galería Hache fotografías codificadas a partir de luces y partituras para los muebles de una casa.


Las cosas estáticas son las más divertidas”, dice la artista rosarina Eugenia Calvo, mientras su voz se recorta contra el sonido de un grupo de ventanas que se abren y se cierran de un modo algo violento, generando un ritmo, una cadencia, e invirtiendo, de algún modo, el sentido de las cosas: si los así denominados portazos se producen, en teoría, cuando una corriente de aire entra de golpe en una casa y agita los umbrales de forma inesperada, en su “Sinfonía de celosías”, el golpe viene desde adentro, desde el interior mismo de la casa, donde un grupo de personas, imperceptibles a los ojos de los espectadores, abren y cierran de forma precisa (según una partitura especialmente compuesta, a pedido de la artista, por el músico rosarino Luciano Schillagi) las hojas de cada ventana del frente de una vivienda, hasta dar con algo así como un ritmo, una cadencia, cierta presencia de música, o en todo caso de discurso.
Los sonidos que habitualmente entran a las casas por las ventanas acá salen (y surgen) de ellas. Los chirridos se fusionan con el canto de algún pájaro, los vecinos curiosos con los espectadores deliberados del inesperado concierto, en el cual el eje de la atención, por lo atípico de los objetos y sus usos, se ha corrido del intérprete al instrumento ejecutado. Calvo registra la secuencia con una cámara fija frente a la fachada. Su videoinstalación se llama “La marcha de las funciones” , y puede verse, junto a algunas otras obras, en su muestra homónima en galería Hache.
Ventanas, roperos, mesas, lámparas. Objetos banales, de la escena cotidiana, vueltos a la vida bajo la mirada –y los precisos instructivos– de Calvo. Próxima al espíritu de aquellos artistas conceptuales que algunas décadas atrás cimentaban su obra en el proyecto en sí, más allá de la posibilidad o no de su desarrollo material, las obras que integran esta muestra consisten en un tipo particular de partituras que la artista realiza con colaboración de la diseñadora gráfica Joaquina Parma, y en las cuales, a través de un código de puntos y rayas establecido por ellas mismas, se precisan una serie de acciones para que los objetos lleven a cabo.
Un ropero que baila por el perímetro de un cuarto, un grupo de serruchos que se mueve, frenético, hasta amputarle las patas a una mesa. En la obra de Calvo suelen encontrarse varias de estas acciones performáticas para objetos inanimados. Casi como un lado b del asunto, ahora es el turno de sus instrucciones. Esquemáticas, sencillas como los mobiliarios de los que se valen, en las partituras el dibujo de los objetos se acompaña siempre de instrucciones escritas en un lenguaje despojado y literal, chato, diríamos. Pero esa deliberada chatura contrasta con la imagen potencial, ofrecida a nuestra imaginación, de esos objetos arrimados a la vida y a la acción, sublevados de su condición de utilidad, siempre también despojada, literal, chata.
La idea de escribir los proyectos, que en un primer momento era sólo una forma de bajarlos al papel, una suerte de exorcismo, una visualización mínima y alternativa que eximía a la artista de la ardua tarea de reunir los recursos necesarios para “llevarlos a cabo”; la idea, entonces, se volvió obra. Y como los límites entre obra, idea y materia son siempre insondables, la muestra entera –en la que convergen las partituras de ideas ya realizadas, como la mencionada performance de las celosías, junto a otras todavía por realizarse, o mejor aún, irrealizables– se vuelve una oportunidad para repensar esos límites, algunas veces meras resistencias, otras fronteras fértiles donde pueden, como en este caso, anidar proyectos.
Frente a las partituras se encuentra una serie de fotos de fachadas de casas. Otra vez lo doméstico, el espacio cotidiano. Sobre la imagen de esas casas en penumbras un código cifra mensajes, frases cortas que Calvo extrajo de los libros y las calles (“la cultura confunde”, “no son de la revolución sino de la conquista”, “hay que recordar el sueño” son algunas de ellas) y que originariamente pensaba hacerles decir a las luces de esas fachadas, o mejor aún, a sus intermitencias. Un abecedario organizado a partir de encendidos y apagados fugaces, un código al que los espectadores deberán apelar o abandonarse, una performance rítmico-lumínica que, al requerir de la absoluta oscuridad de sus alrededores –condición sine qua non para poder visualizar el ir y venir de las luces en cuestión–, fue imposible de realizar. Las fotos, estáticas, funcionan entonces como evocación y relato de lo que pudo haber sido.
“Música para lámparas de cristal –escribe Lara Marmor, curadora de la muestra– que se mueven de un lado para el otro como un péndulo alocado de un reloj antiguo y gigante. Blancas, corcheas, becuadros y silencios dictan el ritmo que interpretaron en el pasado o lo harán en el futuro, de manera sigilosa o dejándonos sordos, bichos, plantas y muebles”.
La de Calvo es, como la de John Cage, la música del ruido. También la del silencio que toda partitura enmarcada y colgada en las paredes de una galería de arte encierra. Y la de su verdadera imposibilidad de ejecución. (¿O acaso alguien ha dudado, por un segundo, de la condición inanimada de los muebles?). En eso radica su más bella idea, tan literaria como visual, si es que todavía cabe, a esta altura del partido, entre estas dos ramas alguna diferencia. En jugar a escribir la música que nadie, nunca, podrá jamás oír.